domingo, diciembre 05, 2004




La tonta de mi pueblo creció soportando las burlas de los críos de su edad y los gestos de lástima de los mayores. Consuelo era una muchacha larga y desgarbada con unas trenzas que le llegaban hasta el culo y casi siempre caminaba encorvada para disimilar lo que todos, y ella misma, consideraban una excesiva estatura. Decían que tenía muy mala leche porque devolvía las patadas que la daban y que tenía mal genio porque se revolvía lanzando improperios cada vez que alguno le daba un tirón de una trenza. Cuando llegó el momento de emparejarse se acercó a ella Horencio, el tonto del pueblo, y ambas familias se regocijaron por ese proverbial enamoramiento. Empezaron a hablar, que es como se dice en mi pueblo cuando dos salen juntos, y a la vuelta de unos meses, cuando ya eran novios formales, Horencio entraba y salía de la casa de su novia como si fuera la suya propia. El que más se alegró con ese noviazgo fue el hermano pequeño de Consuelo. Un día entró corriendo en la cocina donde su madre cosía a la lumbre y le dijo muy alterado: "Mama, mama, ya tenemos quién nos defienda, ha entrao un perro en casa y ha dicho Horencio: 'Tuto, fuera'."
Al poco de casarse se fueron del pueblo a trabajar a Lloret de Mar, y pasaron varios años sin que se supiera nada de ellos, ni siquiera regresaron en Navidades o a echar una mano a sus padres en la recogida de la aceituna. Una tarde, casi cinco años después, apareció por el pueblo una pareja que nadie conocía. La chica fue la que más despertó la atención de los que salían a las puertas y se preguntaban quiénes serían esos forasteros y a quién vendrían a ver. Llevaba sus largas piernas enfundadas en unos pantalones blancos y un top de color amarillo que le dejaba un trozo de piel morena al descubierto. Unas gafas de sol velaban sus ojos y una melena castaña ocultaba parte de su rostro. Caminaba con la determinación del que se sabe mirado con envidia y venía dispuesta a ajustar cuentas con el pueblo, con su pasado y quizás con ella misma.
Durante los tres días de su estancia la pareja no paró un momento: fueron a los bares donde saludaban a todos con simpatía, a la piscina donde Consuelo dejó a todos con la boca abierta con un biquini mínimo y una piel como no se había visto nunca por mi pueblo y en todas partes fueron invitados, felicitados y aclamados como si siempre hubieran sido la pareja más popular de su quinta.
Se despidieron una madrugada y nunca volvieron por el pueblo. Quizás siempre supieron que ese no era su pueblo. Ni su gente.