viernes, diciembre 17, 2004




La tarde que inauguraron el hotel donde empecé a trabajar al llegar a Levante la recuerdo como algo especial. Llevábamos todo el día corriendo de acá para allá, quitando telas de encima de los tresillos, probando luces, retirando los plásticos que cubrían la moqueta y limpiando por enésima vez el polvo de los muebles, un polvo procedente de la obra que flotaba en el ambiente y parecía difícil de erradicar. A eso de las siete llegarían cuatro autocares de turistas ingleses y en pocos minutos la recepción se convertiría en una fiesta. Mi amiga Isabel y yo llevábamos desde las seis de la tarde probando los ascensores. Ninguna de las dos estaba habituada a utilizarlos y nos resultaba toda una aventura subir y bajar a esa velocidad. El ascenso lo hacíamos muy seriecitas, apoyadas en la pared y en silencio, pero al llegar arriba y pulsar el cero, nos dejábamos caer hasta quedar sentadas en el suelo, cerrábamos los ojos con fuerza y nos tapábamos los oídos para aminorar el vértigo. Poco antes de entrar el primer cliente por la puerta, el director nos pilló in fraganti y nos dijo que nos dejáramos de perder el tiempo y fuéramos a decirle a la gobernanta que si nos necesitaba.
Así lo hicimos pero el gusanillo ya nos había picado. A partir de ese día, en cuanto terminábamos de trabajar nos subíamos en el ascensor y nos pasábamos las horas muertas viajando. El truco estaba en bajarse en el primer piso y jamás aparecer por la planta baja, no sólo por el director sino sobre todo por el jefe de recepción que era un tipo estirado con muy malas pulgas.
Desde entonces soy una incondicional de los ascensores Thyssen Boetticher, puedo dar fe de que son de fiar. Aunque os confieso que lo que más hubiéramos deseado, Isabel y yo, es que el ascensor se hubiera parado entre piso y piso. Eso hubiera obligado al joven de pelo lacio que se ocupaba del mantenimiento del hotel a acudir a rescatarnos, y a izarnos en sus brazos mientras nos susurraba palabras tranquilizadoras al oído.