miércoles, diciembre 08, 2004




Hace años pasé una noche de ensueño en un lugar de copas de Murcia. Estaba situado en las afueras de la ciudad y se llegaba a él atravesando caminos de tierra entre huertas de naranjos. Cuando cruzabas la entrada no podías creer lo que veías: un jardín salpicado de esculturas que sobresalían entre los arbustos, iluminado con esmero por luces y velas, fuentes en las que flotaban naranjas y limones, libros de arte abiertos sobre atriles y todo ello envuelto en una música que te ensimismaba.
En sitios así es difícil estarse quieta, así que me levanté y visité la casa decorada con mimo y con rincones bellísimos. Miraras hacia donde miraras tus ojos se encontraban con una composición a la manera de bodegones, con pétalos de rosa esparcidos por el suelo en algunas estancias y con un olor delicado que te envolvía. Busqué al artífice de esa obra para felicitarle, aunque suponía que estaría aburrido de oír loas todas las noches. Era un tipo tímido, sencillo y muy cordial y charlamos durante unos minutos.
Al volver a la mesa apareció un camarero con cuatro benjamines y cuatro rosas. Uno de mis amigos le dijo que se equivocaba, que nosotros no habíamos pedido nada más, pero el camarero le respondió que ya lo sabía, pero que el dueño quería dar las gracias a la única persona que en muchas noches le había felicitado por su obra.