lunes, diciembre 13, 2004




El sueño de mi primo Pedrito fue ser maestro en su pueblo. Él no había hecho Magisterio para ejercer en cualquier sitio. No. Su objetivo era muy claro: quería sentarse en la mesa de madera de su escuela y ver qué se siente cuando se está al otro lado. Se imaginaba viviendo en la casa del maestro y dando las gracias a quienes le llevaban los primeros higos, los mejores chorizos de la matanza y los membrillos más olorosos. Los dos primeros años tuvo que rodar por varios destinos de la provincia, pero al tercero la suerte estuvo de su lado y consiguió una plaza para dar clase en la escuela de arriba. Su escuela.
Al comenzar el curso todas las madres instruyeron a sus hijos para que no le llamaran Pedrito, como siempre le habían conocido en mi pueblo. Tenían que llamarle Pedro les decían, al fin y al cabo aunque fuera de allí y tuviera sólo veinticuatro años era el maestro y le debían un respeto. Los chicos siguieron las instrucciones al pie de la letra y ninguno osó llamarle con ese diminutivo cariñoso, pero a mi primo eso le pareció poco y les exigió que le llamaran don. Cuando fueron a comer y se lo contaron a sus madres muchas de ellas se echaron las manos a la cabeza: que hubiera que dar ese tratamiento a un maestro que venía de quién sabe donde, e incluso a su mujer, tenía un pase, pero llamar don a alguien a quien habían visto con la cara llena de mocos les parecía excesivo. Y se desentendieron del asunto.
Los muchachos del pueblo encontraron pronto una solución intermedia: le llamarían Don Pedrito. Y con ese nombre se quedó. Y las madres nunca le enviaron presentes. Para qué hacerlo, se dijeron, si en casa de sus padres tienen de todo.