El sueño de mi primo Pedrito fue ser maestro en su pueblo. Él no había hecho Magisterio para ejercer en cualquier sitio. No. Su objetivo era muy claro: quería sentarse en la mesa de madera de su escuela y ver qué se siente cuando se está al otro lado. Se imaginaba viviendo en la casa del maestro y dando las gracias a quienes le llevaban los primeros higos, los mejores chorizos de la matanza y los membrillos más olorosos. Los dos primeros años tuvo que rodar por varios destinos de la provincia, pero al tercero la suerte estuvo de su lado y consiguió una plaza para dar clase en la escuela de arriba. Su escuela.
Al comenzar el curso todas las madres instruyeron a sus hijos para que no le llamaran Pedrito, como siempre le habían conocido en mi pueblo. Tenían que llamarle Pedro les decían, al fin y al cabo aunque fuera de allí y tuviera sólo veinticuatro años era el maestro y le debían un respeto. Los chicos siguieron las instrucciones al pie de la letra y ninguno osó llamarle con ese diminutivo cariñoso, pero a mi primo eso le pareció poco y les exigió que le llamaran don. Cuando fueron a comer y se lo contaron a sus madres muchas de ellas se echaron las manos a la cabeza: que hubiera que dar ese tratamiento a un maestro que venía de quién sabe donde, e incluso a su mujer, tenía un pase, pero llamar don a alguien a quien habían visto con la cara llena de mocos les parecía excesivo. Y se desentendieron del asunto.
Los muchachos del pueblo encontraron pronto una solución intermedia: le llamarían Don Pedrito. Y con ese nombre se quedó. Y las madres nunca le enviaron presentes. Para qué hacerlo, se dijeron, si en casa de sus padres tienen de todo.