martes, septiembre 07, 2004




A veces las cosas más extrañas te reconcilian con un escritor que hasta ese momento, y sin saber por qué, no gozaba de tus simpatías. Esta semana me ha ocurrido con Pablo Neruda de quien he sabido, tardíamente, que coleccionaba mascarones de proa.

Hasta el mes pasado sólo tenía una idea vaga de lo que era un mascarón de proa. La causa de mi visita al Museo Marítimo de Barcelona no era otra que pasearme por entre los muros medievales de las Atarazanas Reales. No esperaba encontrar nada más de interés, por eso, la sorpresa y la emoción fueron mayores. Me quedé subyugada al descubrir dos figuras femeninas esculpidas en madera y policromadas, una de ellas con un abanico en una mano y recogiéndose la falda con la otra. Me las imaginé siendo la avanzadilla de esos barcos de vela propiedad de su padre o marido. Y pensé cuántas brumas empañaron sus ojos, cuántas gotas de mar las recorrieron y, sobre todo, cuántas fantasías despertaron en esos hombres solitarios a los que acompañaron durante tantas horas.