miércoles, septiembre 22, 2004




A pesar de que me relaciono con facilidad, en el trabajo procuro no perder el tiempo con gente que no me interesa. Prefiero desayunar sola o viajar sola antes que hacerlo con alguien con quien me voy a limitar a hablar de cuatro tópicos y dos lugares comunes. Al menos así, haciéndolo sola, tengo el tiempo para mí y abrigo la esperanza de que me ocurra algo extraordinario.

Durante una época en que no tenía a nadie afín en el trabajo iba a desayunar a un bar que sólo tenía dos mesas. Llegaba, me pedía mi café y me sentaba a leer el periódico. La barra estaba siempre atestada de gente y en la otra mesa solía sentarse un tipo de unos treinta y cinco años que también leía la prensa y con el que a veces cruzaba una mirada. Cada mañana cuando llegaba le buscaba instintivamente en su mesa y él levantaba la vista del periódico tranquilo de que todo estuviera en orden. Un día en que mi mesa estaba ocupada le pedí que si podía sentarme con él. Creo que ese día ninguno de los dos pudimos concentrarnos en la lectura, se nos notaba nerviosos y aunque no cruzamos una palabra el grado de intimidad creció. A partir de entonces en vez de mirarnos nos sonreíamos. Una semana más tarde tuvimos que compartir mesa de nuevo y aproveché para contarle que me cambiaba de empresa a la semana siguiente. Se quedó callado, me felicitó y abrió el periódico.

El último día me presenté en el bar con una cajita de cartón llena de violetas de caramelo. Cuando terminé el café me acerqué a su mesa y se la di. Él, que se había puesto en pie, me ofreció su mano y yo se la estreché. Pero antes de soltársela me acerqué a él y le besé en las mejillas, tan cerca de la comisura de los labios que casi me supo a café.