jueves, septiembre 09, 2004




Nunca me he puesto nerviosa ante la perspectiva de una entrevista de trabajo. No suele molestarme hablar de mí (supongo que ya se habrá visto) y si es bien pues con más motivo. En cierta medida, esas entrevistas son un ejercicio de seducción y como eso las vivo.

Aquel encuentro, no obstante, resultó sorprendente. Desde el principio ambos nos dimos cuenta de que empatizábamos más de lo esperable. En veinte minutos me convenció de las bondades del proyecto y en pocos más le hice ver que era la candidata adecuada. Días después descubrimos que teníamos amigos comunes, que frecuentábamos los mismos cafés, que veíamos las mismas películas, que leíamos los mismos libros y que íbamos a los mismos conciertos.

Salíamos a comer solos con cierta frecuencia. Las comidas con compañeros de trabajo suelen ser tediosas y nos resultaba más atractiva la idea de hacer unas risas y compartir confidencias sobre nuestras respectivas parejas. Una tarde me dijo que esa forma de actuar nos iba a acarrear problemas. "En cuanto escuche el más mínimo comentario sobre nosotros, en cuanto a alguien se le ocurra aventurar que hay algo más que amistad entre tú y yo, ese día nos enrollamos", me dijo muy serio. Y nos echamos a reír ambos.

La mala suerte se cebó con nosotros y, contra todo pronóstico, nunca escuchamos un comentario que nos obligara a pasar a mayores. Lástima.