martes, septiembre 14, 2004




La hermana menor de mi madre siempre fue una protagonistona. Al ser la más pequeña la consintieron más que a las demás y siempre estaba dando la nota. Olvidaba todo lo que sus hermanas mayores habían trabajado desde pequeñas y siempre se lamentaba de su mala suerte cuando se la requería para algo. Durante una primavera le encomendaron llevar las vacas a pastar a varios kilómetros del pueblo. Cuando los animales se ponían con su hierba ella se subía a la carretera y empezaba a gritar "me abuuuuuurro, me abuuuuuuurro, me abuuuuuuuurro", y se tiraba toda la tarde con la misma cantinela.
Pero lo que a mi madre acabó de sacarla de quicio ocurrió meses después. Mi padre estaba siendo recriminado por una pareja de la Guardia Civil, conocidos de la familia, por tener una escopeta de caza sin permiso. El más joven le dijo a mi padre que si le veía con ella por el campo le daba una hostia que se le quitaban las ganas de cazar para el resto de sus días. Mi tía se encaró con él y le dijo que cómo se atreviera a tocar a mi padre la hostia se la iba a llevar él. Mi madre intentó tranquilizar los ánimos pero mi tía se fue hacia el joven guardia civil y le soltó la hostia prometida. El otro miembro de la pareja llamó al cuartelillo y en dos horas mi tía estaba detenida por agresión a la autoridad. Esa noche durmió en la cárcel de Toledo y hasta una semana después, gracias a la intercesión de un coronel amigo de mi abuelo, no salió en libertad.
Mi madre estuvo todos esos días en Toledo, llevándole la comida y visitándola a diario, pero nunca la perdonó. Esa hostia tenía que haberla dado ella. Era su hostia. Y mi tía se la había arrebatado.