viernes, septiembre 17, 2004




Hay una espléndida película de Ken Loach, Lloviendo piedras, que trata de las vicisitudes de una familia obrera para conseguir un traje de comunión para uno de sus hijos. El padre está en paro, pero a pesar de eso rechazan el traje que les ofrece el cura porque ellos quieren que su hija no sea menos que otros y ese día estrene su propio traje, aunque para conseguirlo tengan que recurrir a un usurero.

Me acordé de esa película ayer en el trabajo. Una de mis compañeras, por fin, y ante la insistencia del resto, se presentó con el álbum de fotos de su boda. Todo el mundo alabó el sencillo y exquisito vestido de la novia. Como no me atraen esos ropajes no le había prestado atención pero me fijé y francamente era un vestido precioso. En lo que sí reparé fue en su familia, sobre todo en su madre y en su abuela, dos mujeres altas, delgadas y de porte aristocrático, que como diría una amiga mía, debían estar hartas de pisar alfombras desde niñas. "Te habrá costado un pastón el vestido", le dijo una de las secretarias y ella se limitó a sonreír. En ese momento se volvió hacia mí y me dijo un "luego te cuento" que no supe interpretar.

Y por la tarde me contó. El vestido lo había comprado en el Segunda Mano por 450 euros. "Alguna ventaja tiene que tener el usar una talla estándar", me dijo riéndose y cuando aún seguía felicitándola por su fantástica idea, me confesó que eso no era todo. Después de la boda puso un anuncio en la misma revista y lo vendió por 500.

Toda una paradoja. La gente humilde dejándose la piel para cumplir fielmente los ritos burgueses y la clase pudiente pasándose esos mismos ritos por donde le viene en gana.