sábado, septiembre 18, 2004




En casa de mis padres es difícil engordar. Mi madre sólo se hace responsable de la comida del mediodía y de forma bastante escueta, cuando ya estamos sentados en la mesa se suele acordar de que podría haber hecho una ensalada o haber frito unas patatas. Como consecuencia de ello tiene dos excelentes cocineros: mi hermano y mi hermana la mayor, y dos hijas que han seguido sus enseñanzas hasta las últimas consecuencias y no se acercan a un fogón ni a calentarse las manos: mi hermana la pequeña y yo.

La cena, desde que cumplimos quince años, dejó de ser de su incumbencia y cada uno se busca la vida como puede. El hecho de que haya invitados no le hace cambiar sus costumbres, nunca ha discriminado, por eso cuando llevamos visitas solemos ponerles en antecedentes para que se vayan haciendo a la idea.

Sin embargo, todos los amigos que hemos llevado a casa de mis padres siempre han querido volver. La razón es muy simple. Mi madre practica una costumbre que sorprende a propios y extraños. Cuando llega una pareja de visita (tanto da que uno de los miembros de esa pareja sea o no uno de sus hijos) mi madre pregunta si prefieren dormir juntos o separados.

Y claro lo que se va por lo que se viene.