sábado, septiembre 11, 2004




En 1830, el cónsul británico en Málaga, conmovido al ver como enterraban a sus compatriotas en la playa, al anochecer, porque ningún recinto católico quería acogerles, fundó el Cementerio Inglés. Casi dos siglos después convencí a mis chicos para visitarlo. No fue fácil, y nos costó desplazarnos en dos ocasiones. El primer día estaba cerrado por la muerte del que había sido su guardián y sólo se abría los domingos durante las horas que dura el servicio religioso.

Más que un camposanto es un jardín bellísimo y que consigue hacerte olvidar que estás en el centro de Málaga. Pasear por entre las tumbas hechas con conchas o con guijarros sueltos, leer las inscripciones de las lápidas casi todas empezando por un: "In loving memory of ..." y escuchar la música del órgano y las voces de los coros que se filtraban de la pequeña capilla, me transportaron a otra época y me sentí, por unos momentos, un personaje de Jane Austen.

Allí descansan además del cónsul que lo fundó, Gerald Brenan, su esposa Gamel Woosley, Jorge Guillén, una baronesa economista de profesión y una señora que, según reza su epitafio, lo que más amó en este mundo fue a sus libros y a sus gatos.