miércoles, septiembre 01, 2004




Durante mi embarazo acudía todas las tardes al parque del Retiro. Paseaba sola durante más de una hora y, aunque era invierno y las temperaturas eran bajas, el amplio chaquetón que me cubría me resguardaba del frío y me disimulaba mi ya más que incipiente barriguita. Una tarde se me acercó un muchacho de gesto triste y aspecto solitario, se puso a caminar a mi lado y a darme conversación. En un momento dado me preguntó si iba muy a menudo por allí y le contesté que sí, que estaba embarazada y que mi médico me había recomendado esos paseos diarios. "¡Ah!, bueno, entonces adiós", me dijo y se alejó a toda prisa.

Quince días después volvió a abordarme. Era evidente que no me había reconocido y comenzó el cortejo de forma parecida. De nuevo volvió a hacerme la pregunta fatídica y de nuevo volví a contestarle en los mismos términos. "¡Ah!, bueno, no me importa", me dijo para mi asombro y siguió hablando como si tal cosa. Siempre me he preguntado qué le ocurriría en esas dos semanas que le hizo cambiar de opinión.