viernes, septiembre 03, 2004




Durante el tiempo en que fui adicta a la lectura uno de mis principales problemas fue el avituallamiento. Devorar libro tras libro te obliga a ir al menos un par de veces a la semana a la librería. Al principio puede resultar grato, acaban conociéndote todos y ya ni siquiera interrumpen la conversación cuando te ven entrar pero a la larga acaba por resultar incómodo. Ellos están trabajando y tú eres la enganchada.

Otro inconveniente, y no de orden menor, es que la gente que se mueve a tu alrededor empieza a parecerte insulsa. Quién de tus conocidos puede competir con Julien Sorel o Fabrizio del Dongo, qué posible enamorado puede estar a la altura del protagonista de Las afinidades electivas, qué enfermo te va a impresionar después de haber vivido paso a paso las vicisitudes de Hans Castorp, qué amiga te va a parecer tan adorable como Madame de Tourvel... Ninguno.

Y finalmente esa soledad, a la que querías conjurar refugiándote en la lectura, en vez de menguar crece. Sólo que tú no te das cuenta de ello porque ya no te sientes sola. Vives rodeada de fantasmas.