martes, septiembre 21, 2004




Cuando de pequeña viajaba en autobús a Talavera, por asuntos médicos o académicos, siempre llevábamos bocadillos. El autobús de vuelta a mi pueblo salía a las cinco de la tarde y nos veíamos obligados a esperar hasta esa hora aunque nuestras gestiones hubieran concluido a las once de la mañana. Nos sentábamos en un quiosko que había en los jardines del Prado, nos pedíamos un refresco y nos comíamos el bocata. En el toldo que cubría el chiringuito había un rótulo con letras enormes que decía: "Se admiten comidas". Siempre me dio risa esa frase, que hubiera un bar que no las admitiera no entraba en mis cálculos.

Algo similar me ocurrió cuando llegué a Madrid con los taxis. Toda la gente de mi pueblo que venía a la capital siempre se movía por la ciudad en taxi. El metro les imponía demasiado respeto y temían perderse. Por esa razón siempre pensé que los taxistas vivían de la gente de los pueblos. Quién en sus cabales iba a pagar diez veces más por lo mismo.