sábado, agosto 28, 2004




Siempre he sido una entusiasta. Es casi imposible que no acabe encontrando algo positivo a cualquier cosa que me ocurra. Siempre busco y siempre encuentro. Si salimos de Madrid sin atascos, se lo hago notar a mis chicos y me alegro de esa circunstancia extraordinaria. Si, como suele ser habitual, las retenciones empiezan a la puerta de casa siempre se me ocurre algo para desdramatizar la situación y les digo: menos mal que no tenemos prisa; qué suerte tenemos por no chuparnos estos agobios a diario (ambos vamos andando a trabajar); qué gusto tener un coche con aire acondicionado...
A veces, sin embargo, me paso. Un miércoles de Semana Santa tuve un accidente de tráfico saliendo de Madrid. Viajaba con una amiga e iba a ver a mis padres a Alicante, pero no pasé de Atocha. En la ambulancia que me conducía al Hospital Clínico, y mientras la sangre me encharcaba la camiseta recién estrenada, empecé a buscar algo a lo que agarrarme, pero no se me ocurría nada. Había terminado los exámenes de febrero, el trabajo en el banco había sido agotador las últimas semanas, tenía ganas de levantarme en una casa con gente querida y esas vacaciones me eran casi imprescindibles. Seguí, no obstante, dándole vueltas y de pronto me acordé de mi peso: la ansiedad por los exámenes y mi pasión por los dulces me habían echado encima tres o cuatro kilos. Y me di cuenta de mi suerte. La estancia en el hospital, y la imposibilidad de picar entre horas, iba a permitirme recobrar de nuevo mi figura. Y no me equivoqué. Diez días después salí del hospital con las marcas de ciento cuatro puntos pero luciendo tipito.