lunes, agosto 16, 2004




Nadie que no lo haya vivido puede entender la soledad del que llega a una ciudad desconocida. Afortunadamente, al principio hay que desplegar tanta actividad para salir adelante que puedes hasta ignorarla. Sin embargo, a medida que vas solucionando los problemas logísticos esa soledad va tomando cuerpo y empiezas a sufrir en carne propia ese desarriago del que tantas veces has oído hablar a los que un día tuvieron que partir, sin llegar a entenderlo.

Conmigo se cebó de una forma brutal una tarde de invierno. Había empezado el año con mal pie: fue la primera y, hasta ahora, la única vez en mi vida que había pasado sola la Nochevieja y esa tarde de Reyes la casa se me caía encima. Salí a dar un paseo por la Gran Vía e incluso me invité a una napolitana, pero mi estado de ansiedad no sólo no remitía sino que iba en aumento. Tenía necesidad de compañía, de saber que aunque poco le importaba a alguien pero no tenía a nadie a quien recurrir. Y lo sabía.

Por un momento, pensé dejarme caer en medio de la calle para sentir como unos brazos me incorporaban y como una voz preocupada me preguntaba si ya me encontraba mejor. Pero no me atreví. Tenía miedo de que todos pasaran de largo y nadie se detuviera. Tenía miedo de no tener fuerzas para levantarme sola. Tenía miedo de no querer levantarme.