miércoles, agosto 18, 2004




Hace casi una década leí una novelita escrita por Nicholson Baker y titulada Vox que narra una conversación telefónica subida de tono entre dos desconocidos que viven en ciudades distintas. Confieso que me resultó inquietante y, como suele pasarme a menudo, fantaseé con vivir una situación como la que describía.

Hace dos años se presentó la ocasión. Nuestra pasión por la literatura y por el género epistolar había sido el punto de partida, pero carta tras carta fueron aflorando, al principio veladamente y más tarde de forma expresa, otras fantasías, otros sueños, otros deseos... Ambos teníamos pareja, y sabíamos que sólo era un juego -el más delicioso de los juegos-, pero decidimos jugarlo. Sin embargo, la relación puramente intelectual nos acabó resultando claustrofóbica y decidimos permitirnos una pequeña licencia: explorarnos a través de sólo uno de los sentidos. Una noche tumbada en el sofá de mi casa y con el teléfono pegado a mi oreja, me dejé llevar, y llevar, y me sorprendí sintiendo un deseo rotundo por alguien a quien no había visto, ni olido, ni tocado, ni saboreado, y me asombré de los matices de sus susurros y de los míos, de sus jadeos y de los míos...

Hasta que se hizo el silencio y de pronto y casi al unísono una risa fresca y desconocida nos embargó. Siempre me he preguntado si esa risa fue el equivalente al cigarrillo del polvo tradicional.