martes, agosto 31, 2004




Del primer jefe que tuve en la banca me enamoré hasta los huesos. Tenía treinta y siete años y yo veintiuno y aunque el flechazo fue mutuo nuestra historia estaba muerta de antemano. Él estaba casado y no quiso jugar a seducirme. Como no podía ejercer de amante ejercía de tutor: me pedía que les acompañara a las comidas con clientes para que me fuera habituando a mi nuevo estatus, me recriminaba por apoyar los codos en la barras de los bares como si fuera un muchacho e, incluso, intentó que tuviera una cita con una persona de su equipo, un tipo inteligente y con una envidiable situación económica. Pero yo sólo tenía ojos para él y él para mí, aunque tratara de disimularlo. Siempre estábamos pendientes el uno del otro en todo momento, aprovechábamos cualquier ocasión para estar juntos y demorábamos la salida del trabajo por miedo a separarnos. Un día me dijo que daría su vida por tener diez años menos y ningún compromiso, para poder ofrecerme lo que yo le pedía y él no podía darme. Estuve a punto de echarme a llorar antes de tiempo.

El mes de agosto se me hizo eterno sin verle y no me importó volver a trabajar, al contrario, lo estaba deseando. Pero él no estaba. Mi mejor compañera me llevó a tomar un café y me dijo que estaba ingresado. El dolor que sentía en la rodilla desde meses atrás era consecuencia de un cáncer de huesos y su estado era muy delicado. Por la tarde fui a verle al hospital y me sorprendió encontrarle risueño y haciendo bromas, me cogió la mano y me dijo que estaba viendo un catálogo de piernas ortopédicas por si acaso tenían que amputársela.

Me encantaría que pudiera leer este post y que viera que uso faldas como una señorita. Me encantaría que siguiera vivo.