Debía de tener unos quince años y viajaba sola a mi pueblo en el autobús de línea. El cobrador, un tipo siniestro con gafas de culo de vaso y una faltriquera mugrienta colgada en bandolera, y al que conocía desde siempre, se sentó a mi lado. Me sorprendió que ocupara ese asiento estando el autobús casi vacío. Me desagradaba esa cercanía e instintivamente me encogí en el asiento pero no tenía excusa para levantarme. Empezó a darme conversación y sin más preámbulos acercó su mano a mi muslo y empezó a rozármelo con las uñas. Tomé aire con fuerza y haciendo un esfuerzo sublime y con un hilo de voz le pedí que por favor dejara de tocarme la pierna. Se levantó a toda prisa y yo solté el aire hasta que me quedé vacía.
Debía de tener veintidós años y volvía de trabajar a eso de las tres de la tarde. Era el mes de agosto y no funcionaba el aire acondicionado en el autobús de la EMT que me devolvía a casa. De repente sentí un roce en la espalda, unos dedos me hurgaban intentando levantar el elástico del sujetador. Supuse que era algún niño que iba sentado sobre las rodillas de su madre. Eché una rápida ojeada, y para mi sorpresa vi que era un tipo de edad indefinida, a quién supuse que había disuadido al darme la vuelta. Me equivoqué, ya que minutos después volvió a la carga. La situación me resultaba casi divertida, esperé a que el autobús arrancara de una parada y me volví hacia él. Con firmeza y elevando un poco el tono de voz le dije: "Mire, acabo de trabajar, hace un calor insoportable y lo último que me falta es aguantar a un tipo como usted metiéndome mano". Volví a mi periódico mientras oía a varias señoras indignadas recriminándole su actitud y mientras imaginaba al susodicho aguantando el tirón hasta la próxima parada.
Siete años dan para mucho.