Casi todos los jóvenes de mi pueblo soñaban con salir de allí y buscar otros horizontes. La mayoría optaron por irse solos a trabajar en lo que fuera y los más privilegiados por seguir a sus padres a Madrid, donde el cabeza de familia había conseguido una portería.
Sin embargo, una minoría, los que querían estudiar, seguían otros caminos más arriesgados. Eran los seminaristas y las postulantes, que intentaban engañar año tras año a sus congregaciones haciéndoles ver lo arraigado de una vocación inexistente. Mi hermana la mayor fue una de ellas, aunque sus escasas dotes para el teatro le impidieron revalidar su estancia al finalizar el primer año.
Pero el que más preocupaba a todo el pueblo era mi primo Hilario. Desde pequeño había tenido algún problemilla con la vista y mi tía no paró hasta que fue acogido por la ONCE. Ser vendedor del cupón de ciegos era un trabajo para toda la vida y de los mejores. Pasó todas las pruebas gracias a que simuló ver menos de lo que en realidad veía. Su madre le insistía en todas las cartas para que no fuera ni al servicio sin el bastón, pero la buena mujer siempre temió que descubrieran el engaño. Un día, mi primo se dio cuenta de que estaba perdiendo vista alarmantemente, se lo comunicó a su madre y, por fin, mi tía pudo dormir tranquila.