martes, junio 08, 2004




Mi adicción a la letra impresa me ha proporcionado muchas satisfacciones y algún contratiempo. Uno de los problemas de pasar horas enfrascada en la lectura es que acabas citando a diestro y siniestro y la gente se mosquea; en medio de una conversación aludes a Bernhard, a Amis o a Canetti y te miran pensando, hay que joderse lo pedante que es esta tía. Y lo peor es que tú lo haces con una naturalidad pasmosa: simplemente hablas de la gente que frecuentas.

Un día, harta de aguantar esos comentarios, me puse a darle vueltas y no tardé mucho en encontrar una solución. Desde entonces nada de citar a autores de culto, todo queda en casa. Ya no digo que estoy de acuerdo con Chejov cuando afirmaba que "si le tienes miedo a la soledad, no te cases". Ahora digo:

- "Como suele decir mi padre, si le tienes miedo a la soledad..." (aunque también pongo en boca de mi padre a otros autores rusos).
- "Si ya lo decía mi madre..." (aunque quien lo haya dicho sea la Duras, la Lessing o cualquier otra autora que frecuente en esos momentos).
- "En mi familia siempre lo han dicho..." (y me apoyo en el novelista del XIX que me apetezca).
- "Mi hermana la pequeña siempre me dice que..." (y aquí entran casi todos los cuentistas norteamericanos).
- "Mi hermana la mayor siempre mantiene que..." (suelo utilizarla para Marías, Vila-Matas y similares).
- "Mi tía, la modista, me repite continuamente que..." (y acudo a los escritores alemanes de entreguerras).

Hasta ahora nunca había tenido problemas. Nadie se sorprendía de que tuviera una familia tan ingeniosa. Lo malo es que he terminado haciéndolo también en casa de mis padres. Y empiezan a mirarse como extraños.