Cuando conocí al que ahora es mi marido lo que más me atrajo de él fue su pico de oro y su bien amueblada cabecita. Me enamoré como una adolescente y en ese estado de enajenación poco más pude ver. Bueno, algo sí, que era alto, porque tenía que ponerme de puntillas para besarle en los labios y que estaba delgado porque cuando paseábamos cogidos de la cintura conseguía abarcarle. 
Cuando empecé a frecuentar su casa, ambos vivíamos solos, las continuas llamadas de sus alumnas me incomodaron y empecé a sospechar. Intuí que algo me ocultaba, algo que en mi estado era incapaz de percibir pero que estaba ahí y que convenía que me enfrentara a ello. 
Un día me armé de valor, me olvidé de su verbo fácil y de su inteligencia preclara y me enfrente a él como si le acabara de conocer. Y lo que descubrí me fascinó: era un tipo muy atractivo. Y yo sin enterarme.
        
    
      
 
    
  
  
  
  
  
  
   

