martes, junio 15, 2004




Ayer, perdida en las páginas de un libro, encontré la única foto que me hice con ella. Llevamos mallas de baile y estamos sentadas en el parquet. Tenemos el pelo revuelto y supongo que debieron de tomarla al final de la clase de expresión corporal. Hay desmadejamiento en el cuerpo de ambas, fruto del cansancio, por una parte, y de la laxitud que nos invadía al finalizar. Estamos muy juntas y nos dejamos caer una sobre la otra. Ella tenía diecisiete años y yo casi veinte. No conservo recuerdo alguno de aquella tarde.
Sin embargo, sí recuerdo la multitudinaria fiesta que el cónsul, uno de nuestros compañeros de clase, organizó al finalizar el curso en su casa de Guzmán el Bueno. Ella y yo no nos separamos en toda la noche. Nos habíamos cogido cariño y sabíamos que, en adelante, ya no nos veríamos con tanta frecuencia. Estuvimos sentadas en un sofá haciendo risas, cogiéndonos las manos, abrazándonos y tomándole el pelo a un amigo del cónsul que pretendía llamar nuestra atención. Para disuadirlo nos dimos un beso en los labios, algo habitual entre quienes asistíamos a aquellas clases al encontrarnos o despedirnos, pero que en ese momento adquirió un significado distinto: al levantar la vista, mis ojos se cruzaron con los del cónsul y percibí el estremecimiento que le acababa de recorrer.