domingo, mayo 09, 2004




Los que me quieren siempre me han reprochado mi exceso de protagonismo, el querer ser el perejil de todas las salsas, ese punto exhibicionista que a veces me pierde... por eso, para enmendarme, quise que el día de mi boda fuese un día distinto a tantos días de boda.
Los dos testigos son ineludibles (¿alguien les habrá preguntado algo a los testigos?, ¿habrán dado alguna vez fe de que efectivamente hubo una boda, y ellos estuvieron, y los cónyuges consintieron y dijeron sí?). Cuando llegamos a Pradillo estaban en la puerta esperándonos: mi antiguo novio y su novia. Entramos los cuatro a la sala y el juez se dirigió a mi ex preguntándole si había traído los anillos. Respondí yo, para no variar, y le dije que ni había anillos ni era a esa a la pareja que debía casar. Aclarado el incidente nos pusimos a ello y fue todo muy bien, hasta que el juez me dijo que si prometía serle fiel (a él no, a mi futuro, claro está); me dejó perpleja, pero disimulé y musité un sí casi inaudible mientras pensaba que, como Cyrano, sería fiel a mi manera. Hice bien con callar porque no vi al juez con ganas de entrar en precisiones y de paso evité dar la nota.
Cuando entramos en casa (cada uno por su pie, obviamente) le dije a mi recién estrenado marido que esperaba que alabara mi discrección. Soltó una carcajada y me dijo que sí, sólo que esa manera de comportarme en el día de mi boda resultaba un poco chocante.
No recuerdo por qué decidimos casarnos un 22 de diciembre, quizá para asociarlo a la Lotería de Navidad y traerlo a la memoria más fácilmente.
Pero él nunca se acuerda. Ni yo tampoco.